los misterios romanos
JOSCELYN GODWIN


Las ambiciones imperiales y la creencia en la salvación personal constituyen inquietantes aliados. Cuando los romanos, con la tolerancia natural de los politeístas, permitieron que su imperio se convirtiera en el "campo de juego" de los cultos exóticos y las religiones mistéricas, estaban sembrando inadvertidamente las semillas de su propia caída. Así, en todo caso, pensaba Edward Gibbon, autor de El Descenso y Caída del Imperio Romano. Principalmente, culpaba de la caída de Roma al triunfo del Cristianismo; pero este último fue sólo una de las muchas religiones salvíficas populares durante los primeros siglos de nuestra era. Conforme el imperio se expandió alrededor del Mediterráneo, los dioses y diosas de las colonias invadieron a su anfitrión. Orfeo y Dionisio llegaron de Tracia, Deméter de Eleusis, Mitra de Persia, Isis y Serapis de Egipto, Atis y Cibeles de Siria, y por supuesto Jesús desde Palestina. Lo que distinguía a estas religiones mistéricas era la perspectiva de relación personal con lo divino que proponían a sus iniciados, y la promesa de la vida eterna.


Ars magna lucis
A. Kircher, Roma 1665


Nada comparable ofrecía la antigua religión de Roma. Esta fue la religión de Jano y Júpiter, Juno y Marte, y una hueste de dioses y diosas, cada uno de ellos asociado a una fuerza natural, un lugar o una actividad, y con un modo prescrito de culto a él asignado. Los antiguos romanos eran extremadamente religiosos, pero con un cierto animismo, pues el mundo entero se experimentaba como animado. Cada montaña y lago tenía su espíritu; cada árbol, cada familia, casa, hogar, estaba habitado por un poder invisible. Todas las actividades estaban sacralizadas, desde la guerra y la cosecha hasta el parto, la profecía y los hechos comunes de la vida diaria. Había una manera correcta o incorrecta de realizar cada acción, y como consecuencia seguiría el éxito o el fracaso.
Los vestigios de esta antigua religión fueron preservados con temor reverente mucho después de que la luchadora ciudad-estado hubiera devorado la mayor parte del mundo conocido. Los guardianes de las tradiciones sagradas incluían a las Vírgenes Vestales, los Salii o sacerdotes danzantes, los colegios de Augures y Arvales y el supremo oficio del Pontifex Maximus, todos los cuales desempeñaban sus obligaciones bajo las reglas y preceptos más estrictos. El destino del estado y de las personas se consideraba íntimamente ligado a estas instituciones tradicionales, que tenían poco que temer de la importación de divinidades foráneas y poca influencia en ello.
Ahora bien, si Platón tenía razón, como se trató en el artículo anterior de esta serie, y el mundo visible no es otra cosa que una sombra de un mundo más real y perfecto, hay un valor y una profunda verdad en una religión como la que tenían los antiguos romanos. La sacralización del mundo y de la conducta en la vida es un perpetuo recordatorio de las realidades inmateriales y de la prioridad de lo invisible sobre lo visible. Pero en la Roma antigua, en todo caso, esto no condujo a una actitud de rechazo del mundo: por el contrario, sirvió de soporte moral al estado durante los difíciles siglos de la República (509-27 antes de la Era Cristiana), fomentando las virtudes de patriotismo, lealtad familiar, estoicismo, y dominio de sí mismo por las que los romanos, en su mejor momento, son célebres.
La creencia en una dimensión espiritual de la vida se identifica hoy día tan estrechamente con el Cristianismo y otras religiones salvíficas que es difícil para el hombre moderno imaginarla en su forma pagana. Pero está claro que la mayoría de los romanos (igual que los griegos) no tenían grandes esperanzas en la vida después de la muerte. La muerte del cuerpo conducía inevitablemente al deterioro del alma como sujeto impotente del reino subterráneo de Plutón. Puede que los individuos vengan y vayan, pero la supervivencia esencial era la de la República, y dentro de ella, la de los clanes y familias, que trascendían a sus miembros individuales. Cada uno de estos grupos tenía sus divinidades dirigentes y protectoras, con quienes mantenían relaciones apropiadas mediante la observancia de los rituales.
Si uno asume, como hicieron los antiguos paganos y aún hacen los ocultistas modernos, que todas las cosas y acciones terrestres tienen sus correspondencias no materiales, ha de haber entonces una ciencia que las estudia y una tecnología que las explota. La rama más conocida de esa tecnología es el ritual, que puede ser religioso (como una misa o un sacrificio), mágico (como una invocación), o incluso secular (como una reunión popular o un desfile). La mayoría de quienes participan en rituales creen que sus acciones son una manera de propiciar a los dioses en los que ponen su confianza. Por ejemplo, el sistema sacrificial del mundo antiguo ofrecía usualmente la vida de un animal con vistas a obtener un beneficio específico de la divinidad; y esto fue tan cierto del judaísmo como del paganismo greco-romano.
Sin embargo, el escéptico y el filósofo no se contentan con quedarse en semejante suposición. Puede que se hagan incómodas preguntas sobre quién o qué es esta divinidad, cuya cooperación supone tan ingenuamente el sacrificador. No es suficiente para ellos el imaginarse a un hombre o una mujer glorificados, sentados allá arriba en el Cielo, inhalando el delicioso aroma de unas vísceras quemándose. No pocas veces, el resultado de tal interrogante es la desilusión con respecto a todo el sistema sacrificial, la cual conduce a una concepción más espiritual de la divinidad, y a una visión más ética de las obligaciones humanas. Como dice el Salmista: "Porque no es sacrificio lo que tú quieres; si te ofreciera un holocausto, no lo aceptarías. Mi sacrificio, ¡oh Dios!, es un espíritu contrito. Un corazón contrito y humillado, ¡oh Dios!, no lo desprecias." (Salmos 51: 18-19).
El asunto aparece un poco distinto para el estudiante de esoterismo y filosofía hermética. Si las cosas y las acciones terrestres tienen correspondencias de índole inmaterial, puede que las primeras no sean sólo pasivas con respecto a las segundas. Puede que los "dioses", sean lo que ellos fueren, necesiten de sacrificios y rituales aún más que lo que el devoto necesita de los dioses. Puede que semejantes actividades humanas sean la fuente principal, hasta incluso la única, de su realidad. Hay un concepto oculto de "egrégor", término derivado de la palabra griega "vigilante". Se utiliza para designar una entidad inmaterial que "vigila" o preside sobre algún acontecimiento terrestre o una colectividad. Lo importante es que un egrégor se agiganta por la creencia humana, el ritual, y especialmente el sacrificio. Si es suficientemente alimentado por tales energías, el egrégor puede adoptar una vida propia y aparecer como una divinidad independiente, personal, con un poder limitado a favor de sus devotos y un apetito ilimitado por su culto posterior. Se cree entonces que es un dios o diosa inmortal, un ángel, o un demonio.
Si consideramos a la antigua religión romana a la luz de esta teoría, puede aparecer como una estrategia deliberada para cultivar el egrégor de la ciudad-estado, en un pacto de mutuo beneficio para la entidad y sus súbditos. Otras ciudades-estado estaban haciendo evidentemente lo mismo, y en ocasiones guerreando las unas con las otras; pero los forcejeos entre dioses no son nada nuevo en las mitologías paganas. Lo que probablemente sea nuevo para algunos lectores es la insinuación de que pudiera haber una realidad inmaterial detrás de estos estados, naciones y familias. Infundir alma a la tierra es una cosa, que conduce a ideas reconfortantes sobre Gaia y la Madre Naturaleza. Pero hacerlo con una nación, una raza, o una dinastía, lo lleva a uno a inquietantes reinos de especulación.
Se puede, como yo prefiero hacer, desmitificar la teoría del egrégor imaginando que estas entidades son meras formas de energía reforzadas por el uso, de manera análoga al modo en que los patrones de las neuronas en el cerebro se refuerzan y fortalecen por el uso y el esfuerzo mental. La formación del lenguaje es un ejemplo de cómo un patrón así puede llegar a constituir la matriz dominante de nuestra entera experiencia humana. Sugiero entonces que, a nivel colectivo, los antiguos dioses y diosas romanos tuvieron una cierta realidad, limitada, y que se les mantuvo vivos por las creencias de la gente, los rituales de los sacerdotes y sacerdotisas, y la energía psíquica liberada y dirigida en innumerables sacrificios animales. Mientras este pacto continuó, los egrégores velaron por la ciudad, la cual floreció bajo su protección.
La afluencia de las religiones mistéricas y sus doctrinas de salvación personal socavaron los fundamentos de estos antiguos misterios romanos. Desde el momento en que una persona se persuade de que puede sobrevivir a la muerte y pasar a otra vida distinta y mejor, la ciudad y su destino han de pasar a segundo plano. Este es especialmente el caso cuando la nueva religión es iniciática, al requerir un profundo compromiso y ofrecer, a cambio, el ser miembro de un grupo de élite tanto en la tierra como en el cielo. A veces es posible un arreglo, como fue el caso en la religión mistérica de Mitra tan popular entre los soldados de la legión romana. En el mitraísmo eran las virtudes del guerrero las que conducían a la salvación; y estas naturalmente contribuían al beneficio del estado tanto como al del individuo. Pero una religión cuyo énfasis residía en la catarsis emocional, como los cultos de Atis y Dionisio, o una con ideas sociales revolucionarias como el Cristianismo, no servía de nada para sustentar al imperio.
Conforme progredieron los siglos de la Era cristiana, se hizo un intento de fortalecer el egrégor romano mediante la deificación de los emperadores y el establecimiento del culto Imperial. Este se convirtió en una especie de religión-sombrilla bajo la cual la masa de cultos menores pudo continuar, tanto en Roma como en el extranjero. Pero había en ello una cualidad vacía y decadente, como siempre la hay cuando una religión de estado se impone artificialmente. El ejemplo moderno más obvio es la religión ateísta del comunismo, que se suponía arrasaría el mundo con el entusiasmo por sus ideales; pero a pocas personas les gustó verdaderamente, y alrededor de 1989 su egrégor se desplomó por inanición. Aunque los cultos a los Emperadores romanos se celebraban espléndidamente, es difícil imaginar a mucha gente devota a ellos por sobre las probadas y confiables divinidades de la ciudad. Los emperadores en cuestión eran en su mayoría hombres que no inspiraban cariño; y los filosóficos, como Adriano y Marco Aurelio, eran profundamente escépticos con respecto a todo el sistema.
Puede que para que una sociedad florezca, tenga que mantener vivo a su egrégor; y para que esto suceda, el centro emocional y espiritual de la población debe estar más bien en este mundo que en el próximo. Cuando las personas se vuelven demasiado interesadas en su propia salvación póstuma, su linaje se hace menos importante que su destino personal, y el estado y la familia se vuelven un mero trasfondo para su búsqueda personal, útil o no según el caso. Ni por un momento sugeriría que el triunfo de la Cristiandad sobre el Imperio Romano fuera un triunfo de los principios del Rabino de Nazareth: estos habían sido desechados mucho antes. Pero una religión cuyo fundador mostró un claro desprecio por el poder, la riqueza, la familia y la jerarquía social no estaba diseñada para apuntalar un imperio demasiado extendido. Además, como en el caso de las otras religiones mistéricas, la devoción a un dios o diosa con un solo propósito, emparejado con la esperanza de unirse con él o ella después de la muerte, disminuyó seriamente la energía destinada a alimentar el egrégor tradicional. Hacia el final del Imperio Romano ya nadie creía en los antiguos dioses, y consecuentemente estos languidecieron.
He estado empleando el ejemplo de la antigua Roma para exponer una visión de la historia basada en suposiciones que no son ni materialistas ni convencionalmente religiosas. Estoy sugiriendo que el ascenso y la caída de las naciones están íntimamente ligados a sus relaciones con sus dioses; y que estos son entidades reales, incluso aunque no sean los seres eternos y todopoderosos que se dice que son. Me parece esta una teoría digna de consideración por cualquiera que pueda admitir que el universo es un lugar muy extraño, y que hay bastante espacio en él para seres más grandes que el género humano. Si tales seres existen, es al menos prudente tomarlos en cuenta. Toda civilización, en el pasado, lo ha hecho a su manera.
Tenemos ahora algo de conocimiento sobre los dos grandes temas, o misterios, que han ocupado a los colegios invisibles de todos los tiempos y lugares; uno de ellos es el misterio del individuo: qué es el ser humano y cuáles son sus capacidades y perspectivas. El punto crucial, al que van dirigidas muchas prácticas esotéricas y ocultas, es la muerte y posible supervivencia de la personalidad. Es un misterio porque su comprensión es imposible dentro de los límites de la mente lógica y la imaginación limitada a los sentidos; pero esto no quiere decir que no haya una respuesta a ello. Las religiones mistéricas del mundo antiguo afirmaban haberla encontrado. El segundo tema es el misterio político: cómo se forman las sociedades, cómo se las energiza, y qué hacen ellas con esa energía.
Aquí es donde entra el egrégor, junto con los grupos humanos que persiguen controlarlas y manejarlas. Que en realidad lo hagan es otra cuestión: no estoy fomentando la teoría de la credulidad ni la de la conspiración, sólo explicando cómo estos se ven a sí mismos. Antes de la época del escepticismo griego, los colegios sacerdotales de la Roma Antigua creían ser verdaderamente los guardianes de la República y los reguladores de las relaciones entre sus dioses y sus habitantes. Lo mismo puede decirse de Egipto, el antiguo Israel, Persia, la India Védica, China, y las teocracias de México y Perú. Todas ellas tenían una teología que no era abstracta o meramente verbal, como lo es hoy día la disciplina, sino rigurosamente práctica, y controlada por un colegio de sacerdotes celosamente cerrado.
El siguiente artículo de esta serie examinará algunas de las tensiones entre los misterios individuales y los políticos, tal como estallaron en la Antigüedad y la temprana Edad Media.


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